Benarés duele. Hondo, muy hondo. Duele y hiere y arrebata lágrimas y ciega flashes y ofusca y enamora y te hace crecer. Pero Benarés duele. Hondo
Viajo a India no sin antes leer al maestro Pasolini. Devoro cada línea de su viaje ‘El Olor de la India’, sabiendo que aquello que describe ocurrió hace mucho; saboreo esas palabras que me preparan para un destino distinto, porque medio siglo después, creo, nada será igual, que “aquellas vacas que caminan mezcladas con la multitud, que se acurrucan entre los acurrucados” son pasado. Error.
Viajo a India y tomo notas pensando en hacer una pequeña guía de viaje del tipo ‘Los Colores de la India’, pero el único titular que me sale, que me persigue, es el que da pie a este texto, ‘Benarés duele’. Pier Paolo Pasolini habló de olores, y yo, alumna desaventajada, quisiera hablar de los Colores de la India. El rojo del Rajasthan que presentan las novias en su ceremonia; del amarillo encendido; del fascinante verde del Islam; de ese azul cielo y transparente; y rosa, mucho rosa. Y del naranja azafrán que visten los budistas, como mi impermeable, como mi pelo que miran con fascinación.
Pero a orillas del Ganges el color (y el olor) se convierten en dolor. ¡Qué paradoja! De la C a la D, letras vecinas en nuestro diccionario y sin embargo tan lejanas que se dan la espalda. Porque India es color (¡bendito color!), pero Benarés es dolor (¡maldito dolor!)
A orillas del Ganges, el color y el olor se convierten en dolor. Porque India es color (¡bendito color!), pero Benarés es dolor (¡maldito dolor!)
Leo que Delhi se moderniza, y es cierto. Avenidas flamantes en zonas residenciales y coches, muchos coches nuevos, sencillos, modestos, honestos como los Mahindra (Ford) o las motos. Me lo confirma el titular de Motorpasion: “Durante 2016 se vendieron en India cerca de 17,7 millones de motocicletas, lo que supone alrededor de 48.000 unidades vendidas ¡al día!”. Y yo le confirmo a Motorpasion a fecha de 2018 que suba sin miedo esa cifra, que las Hero Splendor que serpentean las calles cargadas con dos, tres, cuatro y hasta 5 personas están recién salidas del horno de Honda.
Pero hace falta más que una moto, una buena carretera y edificios modernos para cambiar un país donde las vacas y sus excrementos son más valiosos que una vida. Donde se duerme en la calle, se escupe en la calle (hay cubos especiales para hacerlo, aunque es mucho pedir que se usen), donde andar descalzo es lo natural. Hay Brooks, por supuesto, Adidas o Mizuno, pero mínimo exponencial en un país de 1.300 millones de habitantes (por poner una cifra, ya que el último censo de 2010 se queda obsoleto.
Justificamos que los indios aman a los niños. Los que haga falta). Pero lo cierto es que Google dice que “tres de cada 10 familias, según el censo, viven en casas de una sola habitación, mientras 22 millones de hogares residen en viviendas construidas de pasto, bambú, plástico o polietileno”. O sin casa. Eso lo digo yo.
En hileras, unos tras otros, los pobres lisiados marcan ese camino al río sagrado. No piden, no viven, no dicen, no miran… sólo esperan
Llego a la ciudad santa de Benarés (también llamada Varanasi o Kashi). Fue Mark Twain quien dijo que “Benarés es más antigua que la Historia, más antigua que las tradiciones, más vieja incluso que las leyendas, y parece el doble de antigua que todas juntas”. Más vieja y más pobre. Más sucia y más triste. Más viva y más muerta.
Sí, porque lo que se respira a orillas del Ganges no es sino ese hedor a muerte. Los finados huelen, como huelen los pobres lisiados, cuerpos donde la piel y el hueso bailan pegados; en hileras, unos tras otros, marcando ese camino al río sagrado. No piden, no viven, no dicen, no miran… sólo esperan. Y mientras, las hordas de gente, de motos, de vacas, de turistas, pasamos a su lado como si fueran una estatua más del conjunto monumental que es Benarés.
Esa mañana, mi amiga Elena nos regalaba en su Facebook un bonito amanecer mallorquín y decía algo así “Cuando madrugas más de la cuenta y el cielo te regala este espectáculo”. Pero a las 4 de la mañana el espectáculo que me ofrecía esa orilla india y que venden las guías de lo que hay que ver (tipo: imprescindible una barca sobre el río sagrado el amanecer y contemplar los rituales de los creyentes en las primeras horas del día: el baño santificador, las ofrendas de los sacerdotes, la práctica de la meditación y el yoga, las lavanderas, tomar un chai mientras ves pasar eso cadáveres… ) es efectivamente lo que hay que ver. Los vimos, ¡cómo no hacerlo!, mientras los intocables apilaban la madera y el humo de la cremación se extendía por los callejones infectos de miseria donde ni la luz se atreve a pasar. Sí, un espectáculo que se vende al turista. El paseo por los ghat (escalones que bajan al río y que uno tras otros suman 14 kilómetros) es inevitable.
Anduvimos mucho. Demasiado. Con las caras tristes, los ojos humedecidos por lágrimas sazonadas de rabia e impotencia. Las vacas sagradas campaban a sus anchas (aunque hay que decir que en las ciudades el respeto ya es menos); sobre la mierda de las vacas, las moscas también campan a sus anchas, como lo hacen las ratas que juegan con esos niños que, por supuesto, campaban y campan y mucho me temo que camparán a sus anchas.
No ha salido el sol y el peregrinar de familias es continuo. Llegan hasta el río. Todos. Los mayores ayudan a sus ancianos y meten los más pequeños en ese barrizal, lodazal, cenagal o fangal. Tanto da. Los viejos miran al cielo, los críos lloran quitando la morralla de plástico, papel, restos que les llena la boca y les tapa los ojos. Repiten un mantra y colocan velas y flores sobre el agua que les habrá de purificar.
Me viene de nuevo el recuerdo de Revi, el niño del que hablara Pier Paolo Pasolini y lo veo. Aquí y ahí; detrás de ese altar, en esa esquina, cargando sacos… niños que sonríen (siempre lo hacen), bonitos (los indios son bellos), buenos, que te miran y te tocan. No piden más.
Habrá quien diga que si no sabes valorar lo que hay, no viajes. Error. Quizás este viaje es de los que más valore. Me sería fácil hablar de los templos de Kajurao (de una belleza inmensa), del mármol del Taj Mahal bajo la lluvia monzónica que nos acompañó. También del Fuerte de Amber o del Fuerte de Agra, de la maravilla de las ceremonias aarti, de la ciudad rosa de Jaipur, de los increíbles mercados o de sus comidas y de su ricos panes. De sus tuc tuc y los rickshaw.
Y lo haré. Porque India da para mucho y más. Pero hoy mi sueño es Benarés. Y mi pesadilla es Benarés. No sé si se llamaba Yamir el niño de la cuna junto a la basura; si era Kalu el que nos vendía flor de loto; puede que el que tirara de la mano del ciego tuviera por nombre Anori o que Uma y Anjali y Yatendra nos siguieran en nuestro paseo.
Dicen que India se odia o se ama, que nunca deja indiferente. Por eso la razón de este artículo en un blog de viajes.
Hay un proverbio hindú que dice El hombre que desee estar tranquilo ha de ser sordo, ciego y mudo. Yo prefiero la intranquilidad, si al menos eso me sirve para decir que Beranés duele. Hondo